lunes, 27 de enero de 2020

La educación del siglo XXI



Imagen de freepng.es
Me preocupa, y no poco, que los niños y jóvenes del siglo XXI tengan por modelo a presidentes que mienten y a pedagogos que eduquen en base a sus propias tendencias partidistas. Yo crecí en un ámbito familiar de emigrantes europeos que padecieron la locura del nazismo y la desgracia del comunismo. En aquel entonces, mi educación escolar se fundamentó en un diseño curricular totalmente enfocado hacia la educación formal, cultural y física, promoviendo la libertad de expresión, el respeto mutuo y la convivencia. Votar en unos comicios era mi derecho ciudadano aparte de un deber para con mi país. Las ideologías políticas ajenas a la democracia no estaban incluidas en los programas educativos. Puedo decir con franqueza que vivíamos en una auténtica convivencia democrática, compartiendo penas y fiestas con portugueses, españoles, italianos, alemanes, libaneses, húngaros, trinitarios, cubanos, dominicanos, argentinos, colombianos, chilenos, peruanos, ecuatorianos, bolivianos, de diferentes creencias y costumbres, respetándonos y, lo bonito y más importante: con esa sensación de bienestar, ayudándonos los unos a los otros en la medida de nuestras posibilidades. ¿No es acaso lo que todo país debiera de inculcar a través de la educación formal, escolar?

La educación era tema prioritario. De hecho, son muchos los profesionales (médicos, ingenieros, arquitectos, artistas, etc.) que destacan aún hoy día en tierras ajenas, lejos del país donde fueron educados, lejos de un país llamado Venezuela. En los albores del siglo XXI y en manos del actual régimen fascista, la educación formal pasó a ser un adoctrinamiento; Simón Bolívar, de libertador de naciones pasó a ser liberador de los oprimidos; los modelos democráticos capitalistas pasaron a llamarse países imperialistas, a las grandes empresas (nacionales e internacionales) las tildaron de opresores capitalistas, y el día que mi hijo de apenas cuatro años me reclamó que yo no podía decir que el presidente Chávez era un traidor de la patria y que estaba mintiéndole al pueblo, en ese preciso momento decidí que nadie adoctrinaría a mi hijo, por más buen profesional que fuera la maestra que les dijo ese día a toda la clase de párvulos que había que escuchar las sabias palabras de su presidente.

Y heme aquí, hoy día, residiendo en España desde entonces, observando desde esta esquina cómo se repite la historia. La educación primaria y secundaria se ha ido alejando, cada vez más, de los niveles de calidad. Los colegios ya no son el segundo hogar en el que los padres pueden depositar su confianza para una educación integral de sus hijos, entendiéndose por integral aquello que contiene desde los hábitos de aseo y estudio, los contenidos programáticos formales hasta la aplicación de una escala de valores para la convivencia familiar y en la sociedad, donde el irrespeto al prójimo, la mentira, el “yo soy más que tú y hago contigo lo que me da la gana”, no tendría cabida alguna. Solo basta imaginar la posible confusión y desubicación de aquellos niños que son hijos de padres catalanes en desacuerdo con la revuelta separatista.

Pareciera que estamos en un franco retroceso. La escala de valores ha sido modificada, la mentira y el engaño es el bastión que precede a una tropa de ignorantes e ignorantas (me permito utilizar tal "palabro" como burla irónica ante tan nefasta ofensa a nuestra precisa y preciosa lengua) que tanto ansían ser gobernantes y gobernantas, practicantes y practicantas de un régimen fallido, históricamente demostrado y, si no es así, díganme dónde están los miles y miles de emigrantes con destino a Cuba, Venezuela y Corea del Norte. Y para aquéllos que están pensando en darle una oportunidad a este gobierno, lamento contarles que los venezolanos también se la dimos… Y nos llenaron con noticias de poca relevancia (que si fulanito dijo tal cosa, que si menganito tal otra) mientras socavaban, ahuecaban los pilares de un país democrático: la educación, la justicia, la libertad de expresión de los medios y el libre mercado. Con una mano aupaban al corderito pueblo y con la otra pactaban acuerdos con la ultra izquierda y comunistas.

Cuando un gobernante y sus seguidores se olvidan que en el país que rigen también hay niños y jóvenes, cuando no les importa mentir, engañar y venderse al mejor postor, entonces, tendremos futuros niños y jóvenes que mentirán, engañarán y se venderán, porque es el ejemplo popular que han recibido.

¿Y qué les dirán a nuestros hijos cuando utilicen el plural masculino en lugar de niñas y niños? Espero y deseo no padecer tan indignante experiencia.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

El burro que nunca fue mío (un cuento navideño)

Fuente de la imagen: Freepick

Salí corriendo de la cafetería como si me persiguiera un toro. Desde la esquina al final de Sabana Grande vi al autobús en la parada al otro lado de la calle. La crucé esquivando los coches. Grité a todo pulmón para que no arrancara, pero allí quedé plantado, mirando como el autobús se iba en dirección a la Plaza Venezuela. Vaya mala suerte, me dije. Una voz infantil me sacó del letargo momentáneo, ese que se siente cuando perdemos algo:
—Señor, una arepa a cambio de este burro.
Giro y en efecto allí estaba un burro atado con un cordel que sujetaba un niño no más alto que la grupa del animal.
—¿De dónde sacaste ese burro?
—Eso no le importa. ¿Lo quiere o no?
—Y qué haré con un burro.
—Eso es problema suyo.
—¿Por una arepa?
—O dos, o tres. Lo que usted pueda.
Miré al burro, miré al niño, los dos igual de famélicos.
—¿Este burro es tuyo?
—Sí. Ahora sí.
—¿Y antes?
—No sé.
—¿Lo robaste?
—¡No!
—¿Entonces?
—Lo rescaté. Estaba parado en medio de la calle, en la avenida Casanova. Lo llamé: ¡Eh, burro, ven acá! Lo volví a llamar y nada. ¡Burro es burro ¿sabe? Entonces saqué el peazo de pan con mortadela que me dio mi amá ayer. Se lo mostré y ahí sí vino.
—¡Salvaste al burro! Llévatelo a casa. Es tuyo —le dije.
—¿Pa’qué?
Pa’ cuidarlo.
—¿Con qué? Si amá me mandó a pedir comida para mis hermanitos.
Volví a mirar al burro y luego al crío. La desnudez de sus pies tintados de hollín, una camiseta que no conocía detergente y agua desde hace tiempo y unos pantaloncitos que recordaban a un colador me contaron su historia personal.
—¿Lo quiere o no? —insistió.
Media hora después iba yo montado en mi burrito sabanero (así le llamé porque me lo entregó en Sabana Grande frente a una tienda de víveres). Con lo que me pagaron lavando platos en la cafetería compré un kilo de harina de maíz, mortadela y margarina para el crío y unas zanahorias para el burro. No me pregunten por qué zanahorias, lo que sí es que estaban de oferta y blanditas. No fue fácil convencer al burro para que yo me montara en él. Con mis escasos quince años qué iba a saber cómo tratar a un burro. Empezó a dar coces y a rebuznar como loco. Lo acaricié, nada. Le hablé, nada. Le puse una zanahoria en frente de las narices y casi me come la mano. Aaaah, le dije, lo que quieres es comer.
Todo fue bien hasta que el burrito se empecinó en devolverse. Yo quería ir hacia el oeste y él hacia el este. Me bajé del burro y traté de arrearlo hacia San Bernardino. Saqué una zanahoria, se la comió. Saqué otra e hizo más de lo mismo, pero no hubo manera de colocarlo con la cola hacia el este. El atardecer amenazaba con una pronta oscuridad. Pensé en dejarlo en el Parque Los Caobos, cosa que hice y comenzó a rebuznar de nuevo cuando había caminado yo unos veinte pasos. Me detuve a ver si alguien se lo llevaba. Todos pasaron de largo mientras el muy condenado rebuznaba cada vez más alto.
Diez minutos más tarde me apiadé del bendito burrito. Anda, le dije montándome en él, a ver si en el camino encontramos otro tonto como yo. La cruz del Ávila brillaba diferente anoche. Las estrellas titilaban marcando el compás de alguna melodía que no reconocí. De todas las personas que nos cruzamos en el camino, nadie, pero nadie se fijó en esta estampa ridícula de mí montado en un borrico a esa hora de la noche en una Caracas desaliñada. Yo sonreía y ofrecía con un ademán al cuatro patas diciéndole ¿lo quieres? Fue inútil. El animal se encaminó hacia el norte, subiendo por Las Palmas. Llegamos a la Cota Mil y el empecinado me llevó por el hombrillo (arcén). Desde los coches, algunos me mostraban el acostumbrado dedo ofensivo, otros bajaban la ventana para gritarme cualquier barbaridad que me niego a repetir. Pude haberlo dejado allí en venganza, pero la sola idea de caminar por el hombrillo me daba repelús.
Antes de llegar a la altura de La Castellana un policía motorizado me alcanzó. Honestamente pensé que me iba a bajar de la mula. Dinerillo no me quedaba, solo un par de zanahorias en un bolsillo. Pero, si se llevaba al burro detenido…  
Para mi sorpresa, el policía me hizo señales de que lo siguiera y paró el tráfico para que el burro y yo cruzáramos la Cota Mil.
—¡Arrea ese burro! —gritó el policía— ¡que llegas tarde!
—¿A dónde?
—¡Vamos! ¡Bájate y tira de él! —Asunto que hice sin delación. Con la cara de pocos amigos que el uniformado tenía…
Cruzamos las cuatro vías de la Cota Mil y continuamos por el hombrillo en sentido contrario hasta que el policía se apeó de la moto e, impaciente, cruzó los brazos diciendo: sube por este sendero, no pares.
Y comencé a subir como un mameluco acordándome del fulano muchachito, de sus hermanitos, de su mamá… ¿Y si dejo aquí a este animal? Sin pensarlo dos veces solté el cordel y corrí cuesta abajo. Una avalancha de gente que subía me paró en seco. Un fogonazo en el cielo iluminó la montaña. En el cielo un cometa partía en dos la inmensa oscuridad. ¿Qué más me puede pasar?, pensé.
Miré hacia arriba, allí seguía el borrico, ahora rebuznando y dando coces por el susto. Miré hacia abajo: al frente de la avalancha venían tres guardias armados con fusiles:
—Agarra al burro antes de que se escape —me gritó uno de ellos.
Sujeté al condenado burro y marché cuesta arriba. La avalancha me superó a pocos metros. Iban cantando, alegres, casi fuera de sí. Hubo quienes acariciaron al burro, otros le ofrecieron flores para comer, hasta galletas y frutas y a este pobre diablo al que le dolían los pies, las piernas, el cuello, los brazos y pare usted de contar, solo fueron reclamos lo que le dieron.
De repente llegamos a una pequeña explanada.
—¡Suelta al burro! —gritó alguien a mi espalda.
¿Soltar al burro? Con gusto lo hubiera hecho de no ser que otro me arrancó el cordel de un manotazo.
—¡Ey, qué te has creído! ¡Ese burro es mío! —reclamé ofendido— ¡Ey, tú, es contigo!
Todos giraron la cabeza para mirarme feo, muy feo, mientras el cabrón del burro siguió andando, derechito hacia adelante, solo, solito el muy condenado, arrastrando el cordel y con rumbo fijo y no exagero si digo que aumentó la velocidad de sus pasos…¡el muy cabrón! Lo perseguí dando empujones y codazos para lograr alcanzarlo. La muchedumbre me impedía pasar mientras que se apartaban para abrir el camino al obcecado del burro. Estiré el cuello y lo vi subir por un pequeño sendero hacia una cueva ligeramente iluminada. El llanto de un bebé rompió el murmullo reinante. Un coro de voces acalló su llanto al son de un villancico, y otro, y otro más, mientras el burro, ¡mi burro! se acomodaba detrás de la mujer más hermosa que hayan visto mis ojos, una mulata de pelo azabache. Embelesado, caminé hasta el pie de la cueva, la miré cautivado por aquellos ojos dulces y risueños. El hombre que la acompañaba se agachó y bajito me dijo: gracias, compadre, por traerme al burro. Lo creí perdido. Jesús estará contigo a donde vayas, siempre.
Quise preguntarle quién era Jesús, pero el hombre se incorporó rápidamente para ofrecer su mano a una paloma blanca. Un murmullo general volvió a sobrevolar nuestras cabezas. Alguien comenzó a tocar un cuatro, le acompañó unas maracas y luego un furruco, un coro bajito comenzó a cantar “Corre caballito, vamos a Belén, a ver a María, y al Niño también…”
No vi al buey, vi al burro que no era mi burro y que nunca fue mi burro, vi a María, vi a José, y allí me quedé no sé cuánto tiempo en regocijo, alejado del día a día que me ha tocado vivir en mi país. Por unas horas, la alegría y la paz se alojaron en mi alma y… ¿por qué no? ¡La esperanza!
Susana Visalli

jueves, 27 de junio de 2019

¿En necesaria la selectividad? (III)

Fuente: Freepik

En base a los dos post anteriores, planteo que la existencia de la selectividad demuestra que no se confía en el sistema educativo (secundaria y bachillerato). Por otro lado, de continuar aplicando la selectividad, esta debiera de aplicarse por igual, es decir, idénticos exámenes para todas las comunidades que conforman el territorio español.

¿Quiénes tienen la obligación de presentarse a la selectividad? Solo los alumnos que culminaron el ciclo de bachillerato y/o el grado superior de formación profesional y desean optar por una educación universitaria.

¿Qué entidad determina cuáles son las materias que debe de examinarse (y aprobar)? Cada carrera universitaria exige un conjunto de materias. Por ejemplo, si el bachiller desea estudiar la carrera de psicología, tiene que presentar un examen de matemáticas II, otro de biología o de química (las tres se estudian en el bachillerato de ciencias) aparte de las troncales: historia, lengua e inglés, que son comunes a cualquiera de los bachilleratos (ciencias, humanístico, tecnológico o de artes). ¿Y si el mismo bachiller, el que desea estudiar psicología, hubiera cursado el bachillerato humanístico? Según lo exigido por la universidad, tendrá que estudiar por su cuenta y riesgo, en menos de un mes (si está cursando aún el bachillerato), matemáticas II, biología o química. Y ¡zas!, tremendo corte de piernas…

¿Por qué ocurre esto? Imagino que la primera respuesta que os cruza por vuestra mente es: este alumno está o estaba algo perdido.

Y es la respuesta correcta. El alumno estaba perdido. No sabía dónde estaba parado.
Advierto que no es un caso aislado. No. Son pocos los alumnos que, egresados de la educación secundaria obligatoria, saben o al menos tienen una idea aproximada de lo que desearán estudiar una vez culminado el bachillerato. ¿Por qué? La respuesta la tenemos que trasladar a los años de la secundaria donde debieran de recibir mucha más orientación de la que actualmente tienen. Una verdadera acción orientadora (sea psicólogo escolar o psicopedagogo) puede ser la diferencia entre la dejadez y el esfuerzo de superación en los estudios.

No son suficientes los pensum de los cursos de la educación secundaria obligatoria en los que se incluyen materias humanísticas, de ciencias, tecnológicas y de arte, materias que van perfilando las inclinaciones de los estudiantes de cara al bachillerato o a la formación profesional y posteriores estudios universitarios. Un consejo a tiempo puede motivar, encausar o simplemente ayudar a superar los escollos en las materias que requieren mayor esfuerzo y dedicación, como son, por ejemplo, las matemáticas, la química y física, biología, lengua, materias que los alumnos prefieren dejar de lado y se decantan por un bachillerato que no las incluya o que al menos sus contenidos sean menos densos.
Por ello, insisto en que una buena orientación puede inducir al sano esfuerzo y a una diferente actitud ante el fracaso.

El esfuerzo de superación es crucial para alcanzar cualquier meta y más aún en bachillerato. Entonces no es justo que aquellos pocos alumnos que logran un promedio de calificaciones cercanas al diez deben de presentarse en paridad de condiciones que un alumno cuyo promedio resulte cercano a un cinco. Soy del parecer que un promedio notable o excelente debiera estar exento de la selectividad. Dos años de estudios meritorios pesan más que el 60% que computa la selectividad.

Ahora bien, ¿quiénes debieran de presentarse a la selectividad? Solo aquellos estudiantes cuyos promedios deben de mejorar para ser admitidos en una universidad. Y también, por supuesto, aquel estudiante notable o excelente que desee aumentar su promedio.

¿De qué manera sumarían a ese promedio las calificaciones obtenidas en los exámenes de selectividad? Simplemente acumulando notas, sin aplicación de porcentajes (un porcentaje del 60% no valora el esfuerzo del buen estudiante ni tampoco favorece a aquellos que deseen superarse).

Por supuesto que es importante que, de seguir aplicándose la selectividad como el medio para acceder a los estudios universitarios, los exámenes sean idénticos en contenidos y en dificultad, para todas las comunidades españolas, sin distingos y con el fin de que todos los estudiantes sean evaluados con equidad.

Y para concluir, una pregunta: ¿por qué una selectividad cuando debieran de ser las universidades las que tengan la potestad de realizar el examen de admisión para cada carrera?

Un saludo y hasta el próximo post.

jueves, 20 de junio de 2019

¿Es necesaria la selectividad? (II)

Fuente: Freepik


En el post anterior comentaba que la existencia de la selectividad demostraba desconfianza en el sistema educativo, específicamente en los dos cursos de bachillerato.

Ahora bien, ¿qué es la selectividad? Es un conjunto de pruebas que se realizan en España para determinar qué estudiantes acceden a la universidad y qué estudios pueden realizar.

Entonces, al ser pruebas escritas ¿son las mismas para todos los estudiantes? ¿contienen las mismas preguntas, idénticas dificultades? Por lógica, así debiera de ser. Tendría que ser el mismo examen para todos, por ejemplo, el de Matemáticas II o el de Lengua, Filosofía, Biología, etc.

Pues, no. No es así. No se cumple esa equidad en España. ¿Por qué? Porque cada comunidad elabora sus propios exámenes en base a dos lineamientos comunes dictados por el Ministerio de Educación y Formación Profesional: los contenidos (repartidos en bloques) y los criterios de corrección.

Por más que exista un consenso entre los ilustres profesores de cada comunidad, es imposible obtener una verdadera paridad entre las comunidades. Podrá haber una aproximación, pero nunca igualdad.

Al no haber un examen de selectividad único puede conllevar a favorecer a un estudiante de determinada comunidad y, por ende, facilitar plaza en una carrera universitaria de alta demanda (que generalmente tienen cortes de nota elevados, como por ejemplo, medicina).

Pero, ¿qué es un examen? o, mejor dicho ¿qué pretende representar un examen? Cuando un estudiante presenta un examen en un tiempo determinado (1 a 2 horas) tiene que demostrar que maneja, comprende y aplica los contenidos estudiados, aprendidos. En otras palabras, se evalúa el alcance de su aprendizaje y el cumplimiento de los objetivos que la perfilan.

¿En qué se diferencia un examen difícil de otro menos difícil? ¿De qué depende la dificultad de un examen? Existen varios factores: desde la cantidad de preguntas que contenga hasta cómo son redactadas o planteadas las mismas, además de cuánto “pesa” cada una de ellas en la calificación final.

Ningún profesor es perfecto y ningún equipo evaluador es igualmente perfecto. Si bien es cierto que los contenidos y criterios de corrección son únicos para todas las comunidades, no se obtendrán exámenes de selectividad iguales si son elaborados por diferentes equipos de profesores. Serán símiles, mas no idénticos en cuanto al nivel de dificultad. Por ejemplo, en un examen de matemáticas no es lo mismo resolver tres ejercicios de cálculo y un problema, que dos y dos respectivamente, porque en los de cálculo solo se demuestra que maneja las propiedades sobre las que se basan las matemáticas y, en los problemas evalúan comprensión y aplicación de dichas propiedades. Tampoco es lo mismo cuando se pide, además del cálculo un análisis redactado del resultado. En otras palabras, no es lo mismo preguntar las tablas de sumar, restar, multiplicar y dividir que resolver problemas aplicándolas (es un ejemplo muy básico, pero ilustrativo).

Según los Principios (Capítulo I, artículo 1) de la Ley Orgánica vigente de Educación enuncia (el subrayado es personal):

“El sistema educativo español, configurado de acuerdo con los valores de la Constitución y asentado en el respeto a los derechos y libertades reconocidos en ella, se inspira en los siguientes principios:
a) La calidad de la educación para todo el alumnado, independientemente de sus condiciones y circunstancias.
b) La equidad, que garantice la igualdad de oportunidades para el pleno desarrollo de la personalidad a través de la educación, la inclusión educativa, la igualdad de derechos y oportunidades que ayuden a superar cualquier discriminación y la accesibilidad universal a la educación, y que actúe como elemento compensador de las desigualdades personales, culturales, económicas y sociales, con especial atención a las que se deriven de cualquier tipo de discapacidad.”

Si la Ley de Educación lo reza tan explícitamente, entonces, todos los estudiantes debieran de presentar el mismo examen de selectividad (de cualquier materia) sin distingos de residencia. El sistema actual implantado para la selectividad no garantiza la igualdad de oportunidades porque los niveles de dificultad de los exámenes varían de una comunidad a otra.

En el próximo post, la última parte de este tema candente y actual.

jueves, 13 de junio de 2019

¿Es necesaria la selectividad?


¿En necesaria la selectividad para ingresar en una universidad? Soy de las que piensa que, si existe la selectividad, entonces demuestra que se desconfía del sistema educativo.

Fuente: Freepik
Me explico: durante cuatro cursos de secundaria y dos de bachillerato, los alumnos son preparados y educados formalmente para consolidar las bases necesarias para luego sostener una educación universitaria.

Dicha formación, secundaria y bachillerato, es evaluada con exámenes a lo largo de seis años de estudios. Si un alumno, al finalizar el bachillerato, tiene un promedio de notas de 8, 9 o incluso en pocos casos, 10, ¿por qué debe presentarse a la selectividad? ¿por qué sus esfuerzos de superación durante esos dos años de bachillerato son echados al traste? Valga aquí una aclaratoria: el que crea que estudiar bachillerato es sencillo, está equivocado. El nivel de exigencia curricular es alto, los contenidos espesos y el tiempo, corto.

¿Por qué pienso que esos dos años de estudio son echados al traste? Sencillo: en la selectividad, el promedio de las notas de bachillerato pondera solo el 60%, es decir, aquel alumno que tenga un promedio de 8, 9 o 10, tendrá de cara a la selectividad un acumulado de 4,8; 5,4 o 6 respectivamente. Por tanto, su esfuerzo durante esos dos años no será suficiente para acceder a cualquier universidad, a cualquier carrera que exija notas de corte altas. Valga aquí otra aclaratoria: las notas de corte son dadas por las universidades en función del número de plazas y, aceptan un determinado número de candidatos, comenzando por los estudiantes que tienen las notas más altas. El alumno que se queda con la última plaza establece la nota de corte para esa universidad y carrera.

Y para rematar, ese estudiante modelo (porque un promedio alto de calificaciones es una rareza hoy día), tendrá que presentarse a la selectividad, repasar y/o estudiar contenidos durante dos semanas y volcar, nuevamente, lo que sabe y domina de dos cursos, en dos horas de examen por materia, que representará el restante 40% para alcanzar el 10 (o una nota superior si decide presentarse a dos exámenes más con el fin de aumentar las probabilidades de ser aceptado en la universidad y carrera que desea estudiar).

¿Estamos creando a futuros forjadores de España? ¿Estamos sembrando la semilla del esfuerzo, de la perseverancia en nuestros estudiantes? ¿Estamos realmente educando?   Sinceramente, creo que no. No estamos forjando ni sembrando ni educando.

Pongamos la mira en todas las oportunidades que tiene un alumno para aprobar las materias principales (por ejemplo, matemáticas o lengua) de bachillerato y enumerémoslas:

    1. Dos exámenes parciales trimestrales que, promediados, sumen 5 puntos o más. Son tres trimestres, seis exámenes en total.
    2. Recuperación trimestral si el promedio de los parciales es inferior a 5. Un examen por trimestre. Tres exámenes en total.
   3. Recuperación al final del curso mediante un único examen global. Un examen.
   4. Recuperación en septiembre mediante otro examen global. Un examen.

Once exámenes a lo largo del curso, once oportunidades de no solo obtener el aprobado (con un cinco) sino también, once exámenes para mejorar, y con creces, sus calificaciones finales excepto el de recuperación en septiembre.

El alumno que obtiene un promedio de ocho o más, es un alumno que se ha esforzado durante todo el curso, haya o no necesitado presentarse a alguna recuperación trimestral. Un alumno con un promedio de ocho o más ha alcanzado los objetivos y superado los contenidos de la materia, los mismos que exige un examen de selectividad y resolverlo en dos horas.

Durante los cursos de secundaria y bachillerato ¿estamos realmente educando forjadores o creando máquinas que llevarán un sello de aprobado tras una inspección?
Ya, ya, ya escucho las voces que se alzarán diciéndome que no todos somos iguales, que no todos los estudiantes son iguales, que no todos tienen las mismas familias, que no todos tienen los mismos recursos... ¡Que todos tienen derecho a la educación por igual, sin distingos de ningún tipo!

De hecho, en España, por ley, todos tienen derecho a la educación y, por esta razón, es obligatoria para primaria y secundaria, ambas gratuitas y, en el caso de bachillerato es opcional, pero igualmente gratuita en cualquier liceo público. Entonces, los recursos están disponibles para todos sin distingos.

¿Dónde radica el problema? ¿Dónde está el punto de inflexión que diferencia a los forjadores de las máquinas con un sello de aprobado? En que no se educa ni se practica el verdadero significado de la palabra esfuerzo y, por ende, el de la superación personal. Si la vida es un continuo caer y volver a levantarse, ¿por qué no se refleja en la educación?

Considero que son muchas las oportunidades que se ofrecen a un alumno para lograr un simple aprobado, oportunidades que siembran la falsa idea de “si en este examen no lo logro, tengo otros más por delante”, idea que promueve una actitud ante la vida: la de acomodarse tranquilamente en un “mañana” donde puede ocurrir cualquier cosa, incluido los milagros.

Un alumno que recupera materias en septiembre no tendrá más de un cinco, aunque haya respondido todo bien en el examen. La ley educativa así lo dicta y es lo correcto. Demasiadas oportunidades a lo largo del curso. Ahora bien, un alumno que tenga más de tres materias suspensas en junio, después de tantas oportunidades (diez exámenes), NO debiera de tener el derecho a recuperar en septiembre (menos aún si son las troncales del ciclo) porque los contenidos que no aprendió durante un curso completo, no los aprenderá a manejar en dos meses.

En conclusión, lamentablemente el sistema educativo hace tabla rasa por abajo justificándolo en la igualdad y arrincona a los que se esfuerzan día a día, sometiéndolos a un examen de selectividad que NO merecen.

En el siguiente post comentaré sobre las desigualdades que se practican en la aplicación de los exámenes de selectividad.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Entre ser y saber estar

Don Emilio Lledó

Gran lección de vida recibimos quienes tuvimos la ocasión de conocer personalmente a Don Emilio Lledó, profesor de filosofía que en el año 2015 fue reconocido con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades.

Le incomodan las corbatas y sin embargo vistió una, no cualquiera sino una muy especial para él, una corbata que le acompaña desde joven, cuando estaba en la universidad de Heilderberg, Alemania. Nos lo contó con sencillez, sonriendo, durante su discurso inaugural del III Congreso de Escritores que celebramos en Gijón, Asturias.

Pero debo de dar un paso atrás y poneros en la noche anterior, cuando me lo presentaron formalmente en la cena de bienvenida en su honor. Yo estaba nerviosa, mucho, porque me angustiaba el mero hecho de no estar a la altura de las circunstancias. Repetía en mi mente “Un placer… gracias por honrarnos con su presencia… espero que su estadía sea agradable…”

Llegó el momento de la presentación y el saludo de rigor de nuestras manos y, confieso, que después de pronunciar las primeras dos palabras de mi continuo ensayo mental previo, quedé muda. Las otras doce se desvanecieron entre las nebulosas de mi confusión y se esfumaron al cruzar nuestras miradas. En sus ojos leí una mirada conocida, la de la sencillez, la de la humildad que brinda la sabiduría. Una mirada que invita con amabilidad a comunicar. Cuando me percaté de que el saludo se extendía más allá de lo habitual y yo seguía en absoluto mutismo, entonces, a modo de despedida dije “No tengo palabras”. Mi franqueza arrasó con los formalismos.  

Tuve el privilegio, en más de una ocasión, de estar sentada frente a él. De escucharle contar anécdotas, historias, experiencias. Yo poco hablé, ni siquiera me atreví a preguntar porque no deseaba interrumpir, porque sabía que Don Lledó contaría lo que consideraba digno de compartir. Sé que en más de una oportunidad calló, cedió su silencio ante la espontaneidad que provoca una discusión acalorada sobre un tema u otro. Calló porque Don Lledó reconoce la importancia de la libertad de expresión, una libertad de expresión que hoy día está siendo tergiversada. También supo ser amablemente tajante al negarse contestar a cuestiones de índole ajenas a lo que nos reunía en el Congreso.

Me sentí muy identificada con él cuando se refirió a una educación universitaria que insiste en encajonar habilidades para obtener un puesto de trabajo seguro, y también al confesar Don Lledó que reunirse con los estudiantes lo hace sentirse joven nuevamente.

Gracias, Don Emilio Lledó, por la lección que nos regaló, una lección sobre ser y saber estar mediante su esencia y su presencia. Lástima que estas enseñanzas se pretendan encajonar en contenidos fríos dentro de los textos escolares en lugar de practicarlas día a día mediante el ejemplo vivencial.

Y para compartir con vosotros el placer de conocerlo a través de sus palabras, cito a continuación algunos títulos que, de seguro, os invitarán a leer sus libros que, hasta el día de hoy, son veinte y uno los publicados: “El silencio de la escritura” (1991), “El surco del tiempo: meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria” (1992)  “Memoria de la ética” (1994), “Elogio de la infelicidad” (2005), “Los libros y la libertad” (2013). 

Me despido con una de sus frases que tanto me agrada: "La riqueza de un pueblo no es la del suelo, sino la del cerebro". 

domingo, 23 de octubre de 2016

Nerones del siglo XXI

Nerones del siglo XXI
Terror es “miedo muy intenso”, según la primera acepción de la Real Academia Española (RAE). La segunda lo define como “persona o cosa que produce terror”. Pero la tercera acepción reza “(antonomasia): Método expeditivo de represión revolucionaria o contrarrevolucionaria”, entendiéndose por antonomasia, retóricamente hablando, la designación de una cosa con el nombre de otra, “consistente en aludir a alguien mencionando una cualidad muy característica suya en lugar de su nombre propio, o emplear el propio de alguien en lugar de la cualidad que lo caracteriza, como en “el Apóstol” por “san Pablo” o en “un nerón” por “un hombre cruel” (RAE).

Entonces, retóricamente hablando, había una vez un nerón muy particular que, a diferencia del romano original, posee un discurso grosero y precario (precario no con la intención de que su palabra llegue al pueblo sino porque maneja no más de quinientos vocablos en su haber lingüístico), por lo que se ve obligado a rodearse de tantos otros nerones que le indican qué tiene que hacer para gobernar un país aplicando la tercera acepción de la RAE, es decir, utilizar la represión revolucionaria para que el régimen sea eficientemente totalitario. El nerón obedece órdenes de terceros nerones con mayores luces que él: “nombra a este nerón para que rija el tribunal superior constitucional”, “nombra a estos otros nerones para que lo secunden”, “coloca a este otro nerón en la fiscalía”, “a este otro en la policía del estado”, “y a este nerón me lo nombras general militar” … y así con todos los poderes públicos para asegurarse la soberanía por secula seculorum.

¿Y el pueblo, qué? Este nerón no quemará la ciudad, no, no le conviene. Entonces aplica la ley del torniquete, una vuelta este mes, otra vuelta al siguiente: “Hay que apretarse el cinturón” (léase: no hay dinero porque lo invertí en militares y armamentos para que me protejan contra aquellos que no me apoyan) o “Racionaremos la luz eléctrica debido a las recientes lluvias torrenciales” (léase: No pudimos pagar los recambios de los equipos y nuestros técnicos–los amiguetes de los nerones- no saben cómo reparar tan alta gama de maquinarias) o también “La escasez de harina de trigo es culpa de los oligarcas que quieren hurtar al pueblo para volverse ricos” (léase: no tenemos fondos para pagar la deuda que tenemos con los proveedores extranjeros y nos han cortado el crédito) o quizás “El uso de internet es un lujo innecesario” (repítanse las razones anteriores que no son otras que el espejo de una pésima administración del estado).

El nerón y sus nerones basan el régimen en que el hombre a todo se acostumbra: hoy no hay pan, mañana no habrá leche, desde hace un mes que no hay azúcar, vas a la farmacia y te racionan una pastilla de jabón por quincena o no hay ibuprofeno o penicilina o gasa, escuchas que a un vecino lo mataron por resistirse a un robo, que al de la tintorería lo acribillaron a tiros, que a una amiga se le murió el crío en el hospital por falta de antibióticos, que un grupo de motorizados armados se pavonean amedrentando a gritos y con tiros al aire en un vecindario (que no son más que matones respaldados por los nerones, porque los nerones no matan, pero siempre salen con chaleco antibalas), que al hijo de fulano lo vieron por última vez cuando protestaba junto a otros compañeros por el aumento del transporte, que las noticias están coartadas y la ley mordaza es la que impera, que un vídeo puede enjuiciarte como terrorista ante un tribunal militar siendo un civil de a pie…

No, no me lo invento, amables lectores, cuando se permite democráticamente subir a un nerón a la silla presidencial de un país, puede que tu hijo o tu nieto o tu sobrino o los tres sean enjuiciados por ejercer terrorismo si reflejas mediante la palabra o un medio audio visual la realidad en que vive él y todo un pueblo… y permítanme cerrar con otra referencia a la RAE cuya tercera acepción de la palabra Terrorismo es: “Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos” ¡Qué ironía, cuando son los nerones los que actúan como bandas organizadas criminales, indiscriminadamente con fines políticos, y aplican “una sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir el terror”! (la segunda acepción de Terrorismo según la RAE).

No puedo llegar ni remotamente a imaginar el terror que deben de sentir TODOS los que tienen familiares secuestrados en celdas de países tercermundistas regidos por nerones…